El viajero paraguayo, escritor y comprometido ambientalista Sebastián Peña Escobar nos relata su visión de la jornada 14 de nuestra travesía:
«Desde Yacuíba, camino a Villamontes, recorremos la frontera noroeste del Gran Chaco Sudamericano: las Sierras Subandinas.
En Bolivia estas constituyen los puntos más altos del relieve chaqueño, cuya llanura presenta una pendiente oeste a este. La mañana lluviosa nos pilla penetrando el Parque Nacional Aguaragüe que abarca prácticamente toda la cordillera del mismo nombre.
Las camionetas escalan no sin sacrificio las primeras pendientes, sorteando curvas que serpentean entre bosques de ladera parcialmente cubiertos de nubes. Estamos en el Chaco Serrano. Esta sub-región del Gran Chaco interrumpe la gradiente de aridez creciente hacia los Andes debido a las condiciones microclimáticas propiciadas por cerros y quebradas.
Con precipitaciones que oscilan entre los 450 y 900 mm anuales, estos bosques forman una amplia zona de transición con las Yungas, aportando especies subtropicales como el horco-quebracho (Schinopsis haenckeana) y el molle (Lithraea molleoides).
Además de la típica flora chaqueña (algarrobos, acacias, cactáceas y arbustos xerófilos), en las partes inferiores de los cerros encontramos quebracho blanco (Aspidosperma quebracho-blanco), y en las laderas manzano de campo (Ruprechtia apetala) además de plantas epífitas y lianas.
Pasmados ante la osadía de conductores locales quienes abordan curvas de espanto de manera casi indiferente, llegamos al punto más elevado del camino y empezamos el descenso hacia el valle. Laderas distantes, siempre atravezadas por nubes, dejan entrever cumbreras donde la vegetación parece aún más húmeda y exuberante.
De repente, sin darnos cuenta, el color de la tierra cambia de rojo férrico a ocre arcilloso y la cobertura boscosa pierde densidad.
Tras un descenso de no más de 100 metros nos encontramos de nuevo en el Chaco Semiárido. Son los llamados valles intermontanos, que conectan los cerros de las cordilleras y aparecen como lengüetazos de la interminable llanura chaqueña. Se mueve la caravana en un paisaje de cardonales y afloraciones lacustres. El camino se eleva a veces por sobre la vegetación, poniendo al descubierto incontables palos borrachos de flores rosadas y amarillas (Chorisia sp.).
Entre estos vaivenes del relieve, llegamos a Palos Blancos, pequeño pueblito que orbita una planta de procesamiento de gas operada por Repsol bajo contrato del gobierno boliviano. Empotrada en un valle semiárido, la planta aparece como un extraño tejido de ductos y tanques; un aparataje radicalmente foráneo a palos borrachos, a sus flores y a los contornos de cordilleras que vigilan en la distancia.
Al caer la tarde emprendemos un viaje furtivo que pronto se hace nocturno. Apenas perceptibles por el contraste que hacen con el cielo opaco, los cerros y quebradas nuevamente nos rodean. Retomamos aquellos trámites audaces de la mañana bajo la más absoluta oscuridad. Las luces de las camionetas apenas descubren el serpenteo del camino con su inminencia de riscos invisibles. Hacemos un alto ahí donde la pendiente lo permite. Nos invade entonces un rumor oculto, que bajo aquella estricta noche se revela como el discurrir del Pilcomayo.
El rumor de ese río prehistórico será, en adelante, el faro que instintivamente seguiremos hasta llegar a Villamontes».