Sabíamos que atravesar las arterias de tierra que conectan el Chaco no sería fácil. Ni siquiera nuestros vehículos 4×4 pudieron escapar del barro que los humedales forman en los costados de la ruta.
Tras abandonar la comunidad de Chaidí, de los nativos ayoreo totobiegosode, pusimos rumbo a Fuerte Olimpo, el punto más septentrional de nuestro viaje. Perseguidos por una lluvia constante, que muy bien le hace a la región pero deja en un estado fatal los caminos. Una travesía que iba a durar apenas unas horas se convirtió en dos días de aventura.
Los caminos enfangados iban haciendo patinar uno tras otro a nuestros vehículos pese al experto manejo de nuestros conductores, todos conocedores de los caminos chaqueños.
A nuestro paso, convoyes de decenas de camiones de transporte de ganado iban quedando parados, a la espera de que saliera el sol y secara las carreteras.
Logramos hacer casi 200 kilómetros en unas ocho horas de viaje hasta que la noche cayó. Por suerte, encontramos un hospitalario policía paraguayo, el suboficial Abilio Reynaldi Azuaga, que aceptó acogernos en su humilde comisaría de tablones de madera, que aunque exenta de luz eléctrica fue como un oasis para nuestro cansancio.
Montamos carpas a su alrededor, tiramos nuestros sacos de dormir en los pasillos del local y compartimos con él nuestras historias de casi un mes de viaje. Abilio, agradecido por la compañía, compartió con nosotros el típico mate cocido que se toma en Paraguay. Prendimos fogatas y repartimos con él nuestros víveres.
Amanecimos en un entorno natural cercano al Pantanal, rodeados de palmerales y mugidos de vaca. Seguía lloviznando, pero nuestros aguerridos conductores demostraron una vez más su tenacidad y valía y pusimos rumbo a Fuerte Olimo, donde nos esperaba el barco que durante cuatro días nos trasladaría por el río Paraguay para conocer los puntos más destacas a su vera.
En el camino disfrutamos de observar todo tipo de aves e incluso yacarés, mientras volvíamos a caer en zanjas embarradas, donde era necesaria la ayuda de todos los tripulantes para empujar los vehículos y seguir adelante.
Así, a punto de caer la noche del segundo día de caminos destrozados, logramos alcanzar la pequeña ciudad donde nos esperaba nuestra embarcación.
Para nosotros fue una aventura, pero no lo es en el día a día para los residentes de la zona, que deben tomar estos mismos caminos para ir al trabajo, a la escuela o al hospital.
Los chaqueños están acostumbrados. Uno se atasca en el camino, salta del vehículo y hunde los pies en el barro, lo normal es caerse varias veces antes de poder alcanzar una zona seca.
Cubiertos de tierra de los pies a la cabeza, toca sentarse a esperar. Si hay suerte, en algunas horas pasará alguien con algún automóvil lo bastante potente como para ayudarte a seguir adelante.