Dejamos Filadelfia, capital de las colonias de religiosos menonitas en el Chaco paraguayo. Guiados por Tagüide Picanerai, joven representante del pueblo nativo ayoreo totobiegosode, nos adentramos en los embarrados y difíciles caminos que la lluvia va empeorando a cada minuto.
Su automóvil queda atrapado a un lateral de la ruta y nuestros conductores, con ayuda de los viajeros, se ponen manos a la obra para sacarle del aprieto. Cada vez que una de las camioneta sale de la carretera demoramos casi una hora en seguir viaje. Los 200 kilómetros que separan Filadelfia de Chaidí, la comunidad de Tagüide, nos cuesta
casi 5 horas de recorrido.
En Chaidí nos espera la comunidad de ayoreo totobiegosode que más recientemente ha abandonado el bosque donde sus miembros vivían en aislamiento voluntario. En los alrededores, y en el parque nacional Defensores del Chaco, aún hoy viven varios grupos de indígenas aislados, el último pueblo nativo que vive en aislamiento voluntario en América fuera de la Cuenca Amazónica.
Nos reciben entusiasmados, quieren contarnos su situación, su lucha y describirnos su cultura. Esperan a cambio que lo divulguemos lo más posible y así nos lo hacen saber en repetidas ocasiones.
Sentados en círculo, en sillas de plástico y de madera, nos mezclamos con los habitantes de la comunidad. Sus portavoces, líderes y ancianos, todos hombres, excepto una mujer, van saliendo a explicarnos sus preocupaciones e historias.
Comienza Porai Picanerai, cacique del grupo y padre de Tagüide, que nos va traduciendo del ayoreo al castellano los relatos.
Porai se coloca un collar de plumas alrededor de su cuello y nos explica que es parte de la vestimenta tradicional de los representantes de su pueblo. De hecho, cada vez que deben acudir a Asunción, la capital de Paraguay, para reunirse con autoridades públicas, los líderes se colocan ese accesorio para dejar claro que hablan en nombre de toda su comunidad.
Porai relata como el grupo evangélico estadounidense Misión Nuevas Tribus comenzó en 1979 a perseguirles en sus bosques para llevarlos hasta una reducción llamada Campo Loro, donde muchos morían por la falta de anticuerpos para las enfermedades de la sociedad envolvente y donde debían dedicarse a trabajos par los evangélicos.
Nos explica que aún hoy muchos de sus familiares consiguen mantenerse dentro del bosque, cazando pequeños mamíferos, recolectando miel y viviendo ajenos a los problemas de nuestra sociedad.
Sin embargo, destaca que en Chaidí todos tienen miedo de que el avance ilegal de empresas ganaderas en su territorio ahuyente a los suyos y los obligue a salir del bosque, como ya les pasó a varios otros miembros de la comunidad, en años sucesivos. 1986, 2004 o 2006, son fechas marcadas a fuego en su memoria por la violencia con la que los grupos evangélicos y las empresas madereras les obligaron a salir.
Su tierra es rica en maderas preciosas, quebrachos y palo santo, una golosina para muchas compañías que aprovechan la falta de presencia del Estado o la corrupción policial y judicial para hacer y deshacer en territorio que les pertenece legalmente a los ayoreo, cuenta Porai.
La madre de Tagüide, Ñacoe Etacoro, se coloca en el centro del círculo y enarbola una pancarta que dice «Itapotí nos está robando». Itapotí es una de las empresas a los que los ayoreo han denunciado antes las autoridades. Otras empresas a las que la comunidad señala son el grupo inmobiliario San José, de capital español y Yaguarté Porá, de origen brasileño que ocupan tierras que pertenece a su territorio ancestral.
La ONG paraguaya Gente Ambiente y Territorio (GAT) les ayuda con abogados a luchar en los tribunales paraguayos para recuperar las porciones de tierra amenazadas por la actividad irregular de las compañías. La Cooperación Española ha apoyado a esta organización en la consecución del territorio ayoreo de la comunidad de Chaidí además de reforzar sus actividades para salvaguardar el modo de vida de los ayoreo en aislamiento voluntario.
«Tenemos títulos pero nos alambran el territorio, colocan sus vallados en medio de nuestras tierras donde viven nuestros hermanos aislados que huyen al ver y oír la actividad de las máquinas», dice la mujer.
Se suceden relatos similares de varios portavoces de la comunidad, todos muestran la misma preocupación por sus padres, hermanos y primos que intentan sobrevivir en el interior de la vegetación.
Cuando las denuncias más importantes sobre su situación actual terminan, empiezan relatos de hazañas de cacería.
Uno de ellos nos relata con gestos, lanza en mano y collar de plumas al cuello, como logró cazar un jaguareté que mató a uno de sus compañeros.
«Le saltó al cuello y lo mató, a mí intentó morderme la cabeza, aquí está la marca. Entre cuatro le seguimos para vengar a nuestro hermano. Y con una lanza logramos debilitarle hasta matarlo», nos traduce Tagüide.
Compartimos con ellos un guiso de fideos con carne y costillas de cabra acompañadas de un exquisito picante que elaboran ellos mismos.
Jugamos al fútbol con los más pequeños, visitamos la única escuela de la comunidad y apreciamos la falta de recursos, de libros, mapas o imágenes didácticas. No tienen si quiera textos en su idioma para enseñarle a los alumnos.